El
periodo del renacimiento, como su nombre lo indica, fue un periodo de
experimentación, innovación y exploración en todas las artes, ciencias y
disciplinas. Hasta el momento el conocimiento teórico y práctico de la música,
había sido transmitido herméticamente de modo que solo los maestros tenían
acceso a ella.
El
sistema musical estaba estructurado en el sistema de Guido D’Arezzo conocido
como el hexacordo y hasta ese momento nadie pensó en sustituirlo; sin embargo,
en el año 1547 el teórico, poeta y sabio suizo Henricus Glareanus elaboró un
tratado de la armonía donde proponía un sistema basado en la octava y que
denominó el Dodekachordon. En este
tratado Glareanus incluyó algunas composiciones suyas basadas en poesías
antiguas y a una sola voz, con el fin de que sirvieran de ejemplo y de sustento
para su posición teórica.
Ya
en pleno Cinquecento, Gioseffo Zarlino elaboró tres tratados en los que buscaba
cerrar la gran brecha entre la teoría y la práctica: Instituciones Armónicas, Demostraciones Armónicas y Suplementos
Musicales.[1]
En
estos tratados buscaba encontrar una racionalización de la música desde las
matemáticas y no desde la metafísica como hasta ahora se había hecho. No
obstante, dejó clara su posición acerca de Dios como el Gran Arquitecto del
Universo y argumentó que es en el número donde Dios se basó para crear todo. “todas las cosas que creó Dios fueron
ordenadas por él mediante el Número; es más: este Número fuel el principal
modelo en la mente de dicho hacedor”.[2]
Es
en este sentido que el propone encontrar un orden natural en la música basado
en el carácter matemático de los sonidos; de esta manera volvió al sistema pitagórico
inicial.
La
propuesta de Zarlino tuvo unas consecuencias para la práctica musical tan
grandes que ni siquiera él mismo pudo dimensionar su influencia. Esta propuesta
entre otras cosas consistía en utilizar un sistema bimodal (mayor y menor) en
donde se puede utilizar los intervalos
de tercera y de quinta como constitutivos del acorde perfecto. De esta manera
Zarlino pudo demostrar la existencia natural del acorde perfecto mayor.
Con
respecto al acorde perfecto menor, logró darle solución por la vía matemática: “por sucesivas multiplicaciones de la longitud
de una cuerda en vibración, en vez de por sucesivas divisiones”.[3]
Lo que realmente buscaba Zarlino era regresar a la sencillez y la claridad en
un campo en el que siempre habría reinado el caos conceptual. Como resultado se
dio inicio quizá por primera vez a una disertación entre los teóricos y los músicos
en el marco de la cultura propia de la época.
Otro
factor comenzó además, a cobrar importancia: el receptor. En la música litúrgica
Dios era el receptor de dicha música; pero dándole a los sonidos una función
meramente matemática, y con el desarrollo de los estudios de la naciente armonía,
es el público el nuevo receptor. A partir
de ahora la música se compondrá pensando en el destinatario quien además será
el que se apropie del legado musical como algo suyo.
Para
poder implementar el nuevo sistema musical, se debió reestructurar y perfeccionar los instrumentos
musicales y en particular los de teclado. La música instrumental comenzó a
tener mayor importancia y por consiguiente el intérprete ganó estatus y
dignidad, ya que en aquellos tiempos solo se consideraba músico verdadero al
compositor y la función del intérprete era más bien degradante. El desarrollo
de la técnica en la música le permitió al intérprete ocupar un lugar de
importancia que antes no había podido tener.
Teniendo
la música instrumental una elevada importancia, se tuvo que reconsiderar el uso
de los textos. En un principio era el texto quien se sometía a la música y si
se considera la gran complejidad del contrapunto en la música polifónica, resultaba
bastante difícil comprender lo que se cantaba. En tal virtud, ya para finales
del Cinquecento se vio la imperante necesidad de regresar a la sencillez de la
melodía y de invertir el orden, poniendo la música al servicio del texto. El punto
de quiebre lo dio la Reforma de Lutero que ejerció mucha presión en su afán de
lograr que sus fieles entendieran lo que se cantaba; incluso abandonando el latín
por el idioma vernáculo para toda las celebraciones litúrgicas.
El
mismo Lutero escribió himnos y realizó una recopilación de salmos con el fin de
que los fieles pudieran aprender de manera fácil y sencilla la nueva doctrina.
Sin embargo, la Iglesia católica no hizo esperar por mucho tiempo su respuesta;
y para esto lanzó su Contrarreforma en donde puso por manifiesto todo su sentido
político y religioso, creando una música exclusiva de la fe católica y reflejada
en la cantata sacra y el oratorio.
Por
ende el debate cambio casi que totalmente su curso y ya no era un asunto de discusión
con respecto a la complejidad armónica sino, con respecto a la funcionalidad
moral de la música en sí. Tanto compositores como teólogos tomaron posiciones y
puntos de vista al respecto de la influencia moral que la música podía ejercer
en el oyente y la forma de regular el ejercicio compositivo en este sentido.
Hasta
este punto pareciera irreconciliable la guerra entre los conceptos de sentido y
razón. En medio del conflicto se encuentra la música, que refleja el símil entre
teoría y práctica. No obstante es la posición del filósofo Gottfried Leibniz
quien da una luz acerca de esa discusión ancestral y hasta cierto punto recalcitrante
afirmando que: “la música es en primer
lugar un percibir placentero de los sonidos”. Desde este punto de vista los
argumentos moralistas se quedan sin piso y circunscribe a la música en un ámbito
estético hasta el momento no considerado.
Según
Leibniz, la música cuenta con una sólida estructura matemática, pero a su vez
esta se dirige a los sentidos y en ningún caso tienen que contraponerse. Afirma
además que la naturaleza es música y armonía y que esto se puede ver en el
universo; de esta manera logró reconciliar la razón y el oído; la sensibilidad
y el intelecto y la ciencia y el arte.
DAVID YARA.
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